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Queridísima Clara:

Sé tantas cosas de usted y, sin embargo, podría decirse que nunca la he visto. Desde hace ahora seis meses siento su roce, la adivino, la oigo, cierro los ojos al respirar su perfume, rico y sabroso como un recuerdo de la infancia, con esa nota cálida de miel y galletas que envuelve en aromas la escalera.

Hoy en día, miles de millones de personas se cruzan sin verse. Que el azar nos haya llevado felizmente al mismo camino, al mismo edificio, al mismo descansillo, me parece un regalo de la vida y con esta carta deseaba solamente manifestarle la alegría que me supone que sea mi vecina. Cada día nos acompañan pequeños ruidos que crean lazos y colman vacíos. El de un manojo de llaves que busca a ciegas en el bolso una vecina con prisas por abrir la puerta; el de quitarse los zapatos con un suspiro tras un día de trabajo; el de la televisión encendida al anochecer para mirar distraídamente noticias lejanas y soñar con otros horizontes; el del despertador por la mañana muy temprano, cuando la ciudad duerme y ni siquiera los gatos se atreven a maullar... Este ruido penetrante y agudo, en mi cama, medio dormido, me da seguridad y me dice que yo también formo parte de la colmena terrestre y que, solo a unos metros, la vida se despierta.

Gracias a usted he descubierto que para amar la vida pueden ser suficientes los sonidos y el perfume de una vecina.

Guardar en un cajón la carta de un completo desconocido forma parte de las pequeñas alegrías de la existencia... bueno, eso creo. Quería hacerle este regalo sin esperar nada a cambio, salvo la alegría de saberla cerca.

Hubiera preferido mil veces escribir esta carta de puño y letra, con una caligrafía cuidada y mayúsculas finamente trazadas en lugar de usar una máquina, pero el teclado braille conectado a mi ordenador me procura en este día la inmensa satisfacción de poder por fin expresar mis emociones, y eso ya es mucho.

Atentamente,

Su vecino,

Adrián

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