De pequeño, siempre había soñado con ser astronauta. Por desgracia, era muy malo en astrofísica. Eso no le había impedido convertirse en el mejor genetista de la NASA.
El día que se inyectó su último mejunje, supo que tenía entre sus manos, el Nobel. El invento le permitiría tele transportarse a cualquier lugar que estuviera en su campo de visión. Solo necesitaba localizar a simple vista el espacio que quería integrar.
Entusiasmado, solo necesitaba ir de su laboratorio al edificio de enfrente.
Pero su deseo de compartir su descubrimiento se vio ahogado por su afán egoísta de moverse libremente, sin trabas. Por fin era libre.
Como buen científico, se dio cuenta que, si quería atravesar la superficie de la Tierra, necesitaba un buen número de tele transportaciones. Eso le habría supuesto demasiados esfuerzos. Un segundo problema alborotó su mente: ¿cómo podría franquear los océanos?
Fue entonces que una idea le vino a la mente: era sorprendente, brillante.
Si Galileo había sacudido la física de Aristóteles dirigiendo su telescopio hacia el cielo, él solo necesitaba hacer lo mismo. Fue así que el sabio levantó la mirada. La mejor manera de llegar a cualquier punto del planeta se encontraba precisamente encima de su cabeza.
La luna. Su sueño más loco.
Tembló pensando que podía ir a todos los rincones del globo, en tan sólo dos movimientos básicos. Bajó entonces a la sala de la NASA donde estaban colgadas las escafandras. Después de ponerse una, subió al tejado. Miró fijamente a la luna y fue abruptamente proyectado.
Un hombre, solo, en la luna...saboreaba el instante. Se quedó un buen rato mirando la Tierra. De una simple ojeada, podía explorar todos sus secretos.
De repente, enfocó su mirada a una estrella en el cielo y se preguntó a qué distancia estaría. A penas había terminado de pensarlo que ya estaba siendo propulsado al origen de la fuente luminosa.
Cuando se giró, se quedó literalmente petrificado por la distancia que había efectuado. Recordó vagamente que las luces de las estrellas podían venir del otro lado del universo. En un segundo, había recorrido Dios sabe cuántos millones de años luz. Buscó, en vano, el rastro del Sol, pero nuestra galaxia tan solo era un puntito intermitente entre millones.
Siempre fue muy malo en astrofísica. Puso al azar su mirada en una estrella y se perdió en un segundo en el universo infinito.
El día que se inyectó su último mejunje, supo que tenía entre sus manos, el Nobel. El invento le permitiría tele transportarse a cualquier lugar que estuviera en su campo de visión. Solo necesitaba localizar a simple vista el espacio que quería integrar.
Entusiasmado, solo necesitaba ir de su laboratorio al edificio de enfrente.
Pero su deseo de compartir su descubrimiento se vio ahogado por su afán egoísta de moverse libremente, sin trabas. Por fin era libre.
Como buen científico, se dio cuenta que, si quería atravesar la superficie de la Tierra, necesitaba un buen número de tele transportaciones. Eso le habría supuesto demasiados esfuerzos. Un segundo problema alborotó su mente: ¿cómo podría franquear los océanos?
Fue entonces que una idea le vino a la mente: era sorprendente, brillante.
Si Galileo había sacudido la física de Aristóteles dirigiendo su telescopio hacia el cielo, él solo necesitaba hacer lo mismo. Fue así que el sabio levantó la mirada. La mejor manera de llegar a cualquier punto del planeta se encontraba precisamente encima de su cabeza.
La luna. Su sueño más loco.
Tembló pensando que podía ir a todos los rincones del globo, en tan sólo dos movimientos básicos. Bajó entonces a la sala de la NASA donde estaban colgadas las escafandras. Después de ponerse una, subió al tejado. Miró fijamente a la luna y fue abruptamente proyectado.
Un hombre, solo, en la luna...saboreaba el instante. Se quedó un buen rato mirando la Tierra. De una simple ojeada, podía explorar todos sus secretos.
De repente, enfocó su mirada a una estrella en el cielo y se preguntó a qué distancia estaría. A penas había terminado de pensarlo que ya estaba siendo propulsado al origen de la fuente luminosa.
Cuando se giró, se quedó literalmente petrificado por la distancia que había efectuado. Recordó vagamente que las luces de las estrellas podían venir del otro lado del universo. En un segundo, había recorrido Dios sabe cuántos millones de años luz. Buscó, en vano, el rastro del Sol, pero nuestra galaxia tan solo era un puntito intermitente entre millones.
Siempre fue muy malo en astrofísica. Puso al azar su mirada en una estrella y se perdió en un segundo en el universo infinito.