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EnglishTranslated by Alicia Martorell
Paula estaba terminando de lavar los platos del desayuno, mientras observaba divertida a herrerillos y camachuelos peleándose en el jardín por las miguitas de pan que acababa de tirar por la ventana.
Casi hacía tanto frío en la cocina como fuera, pero ella estaba encantada a pesar de todo, como siempre. Era una niña de doce años, buena, valiente y siempre alegre, a pesar de todo lo que había tenido que vivir estos últimos meses.
En verano, su padre había perdido el trabajo y seguía sin encontrar otro. Poco después, su madre se había puesto enferma y ahora estaba en el hospital. Su padre acababa de marcharse para estar con ella.
Cuando terminó de recoger tazas y cucharas, Paula sintió el frío como una manta sobre sus hombros. Habría encendido la chimenea, pero no quedaba leña. «Luego me ocuparé de todo eso», había dicho su padre, esperando que el mes de diciembre fuera clemente, pero desgraciadamente había llegado el frío y, este día de Nochebuena, incluso había caído una helada.
La niña tomó una decisión: andando, entraría en calor todo. En lugar de seguir tiritando dentro de casa, sería mejor dar un paseo. Y luego se le ocurrió que en el bosque encontraría algo para decorar la casa para una Navidad que se anunciaba muy triste, sin su mamá y con la nevera vacía.
Se puso ropa calentita y salió, con una cesta en la mano.
Tras cruzar el pueblo, se dirigió hacia la linde del bosque y enseguida se quedó maravillada.
Los escaramujos, cuyas flores tan discretas le parecían maravillosas en primavera, seguían cargando con los frutos ovales, en racimos de tres o cuatro, al cabo de un frágil tallo. Su rojo era tan brillante que parecían encerados y daban una nota de alegría en medio de las ramas desnudas. Cortó algunas ramitas, no sin dificultad.
En el bosque, le llamaron la atención unos líquenes del gris al verde oscuro, otros con toques de pardos, reflejos tornasolados y algunos casi blancos. Llamaban tanto la atención en el gris invernal, eran tan bellos y delicados, que Paula dudó un momento antes de arrancarlos de la corteza de los árboles. Tomó algunos con precaución y los colocó delicadamente en la cesta.
Más lejos, unos abetos que acababan de cortar le ofrecieron algunas ramas que habían abandonado y unas cuantas piñas.
Su cesto ya pesaba un poco cuando decidió volver a casa, recogiendo de paso una liana de clemátide silvestre, con sus aquenios plumosos, que no tenía nada que envidiar a las guirnaldas más bonitas.
Antes de salir del bosque, vio un acebo, tan discreto en verano, que en la estación fría se tomaba la revancha. Con su follaje persistente, de un hermoso verde azulado, reluciente, espinoso, y su multitud de bolitas rojas, daba alegría verlo. Era como un árbol de Navidad en miniatura.
Paula sintió latir su corazón. Sin el acebo, la decoración no hubiera podido ser perfecta.
Al llegar al pueblo, pasó a lo largo de una propiedad abandonada cuya tapia estaba cubierta de hiedra. Sus racimos de drupas negras resaltaban entre las hojas coriáceas de un verde profundo. Paula hizo un ramo.
Llegó al pueblo muy cargada. Era una aldea perdida en medio del campo. Había que andar mucho antes de llegar a una ciudad y, al estar tan aislados, no habían cerrado todas las tiendas. La panadera fue la primera en verla.
—¿Dónde has encontrado todos esos tesoros, Paula? ¡Son magníficos! ¿No me darías algunas piñas para el escaparate?
—Por supuesto —contestó Paula—. ¡Ya iré a buscar más, en el bosque hay muchas!
Y le dio todas las piñas y algunas ramas de abeto.
—Muchas gracias —dijo la panadera—. Eres un amor, te daré a cambio un bizcocho de navidad. ¿Cómo te gusta? ¿De vainilla, de praliné?
La niña eligió uno de chocolate y se fue tan contenta a su casa.
No contaba con el carnicero que, al verla pasar con la cesta llena de acebo, la llamó también.
—Paula, eso que traes me vendría muy bien, estoy buscando algo para decorar la tienda. ¿No me darías unas ramas de acebo? Y los escaramujos son muy bonitos también...
Paula, generosa, le dejó a él también algunos de sus tesoros. El carnicero estaba tan contento que le dio a cambio un pollo bien hermoso.
Un poco más allá, la charcutera se quedó extasiada ante la guirnalda de clemátide silvestre. También se quedó con un ramo de hiedra y a cambio le dio a Paula una galantina de ave.
Ya de camino para casa, cuando pasaba ante la granja de Mateo, este la saludó:
—Hola, Paula. ¿No iba a venir tu padre a buscar leña? ¿Se le ha olvidado?
—No —contestó Paula—, pero en este momento no podemos. Vendrá a primeros de año, si no le parece mal.
—Como quiera —dijo Mateo.
Cuando Paula se marchaba, su esposa se acercó a darle un beso a Paula y vio las cortezas de abedul, el liquen y el acebo en la cesta.
—¡Es un liquen fantástico! —exclamó—. Son las flores del invierno. Me gustaría usar un poco para decorar mi mesa de Navidad y quedaría muy bien con el acebo. ¿No te importaría darme algo? Mateo te llevará a cambio una carga de leña.
Enseguida se pusieron de acuerdo.
Al llegar a casa, Paula guardó con cuidado las vituallas y, cuando se preparaba para volver al bosque, se cruzó con Mateo que le traía la leña prometida.
Salió de nuevo con el corazón alegre.
Cuando recogió de nuevo plantas para decorar la casa, dio las gracias al bosque por su ofrenda y tomó el camino de vuelta mientras caía la noche.
Al llegar a casa, encendió un buen fuego, decoró la habitación con el acebo, el rusco y las guirnaldas de clemátide y dispuso con arte sobre la mesa el liquen, la hiedra, las piñas y los escaramujos. Luego se puso a trabajar en la cocina, asó el pollo con algunas castañas que había conservado de sus paseos otoñales.
Cuando acababa de encender las velas, escuchó llegar el coche de su padre y se abalanzó a abrir la puerta. Le llenó de felicidad ver que llegaba acompañada de su mamá, cuya salud había mejorado tanto que la habían dejado salir del hospital.
Sus padres también tuvieron una gran sorpresa al ver la bonita decoración de la casa. Tras unos momentos de alegría recíproca y de abrazos interminables, se sentaron a la mesa y disfrutaron de la galantina de ave, del pollo asado con castañas y del bizcocho de chocolate, ante el suave calor de la chimenea.
Y no se hicieron regalos, solo el más bello de todos, el amor que se tenían los unos a los otros.