Dentro de tres días será Navidad. A pesar de la iluminación en la calle, las coronas de acebo en las puertas y los árboles festivos que se adivinan tras las ventanas, Héctor no siente a su ... [+]
Sigilosamente, bajo la escalera. Enciendo el interruptor de la cocina. El tiempo parece pararse. Ollas de cobre alineadas contra la pared, boles de cerámica, tazas y platos en los estantes, un cucharon, cucharas de madera en el tarro de gres, todos están inmóviles esperando que una mano los agarre. Sólo el reloj de pared deja escapar su tic-tac familiar.
Lleno el hervidor de metal y lo pongo encima de los fogones. Deshago del trapo la hogaza de pan de corteza dorada, corto dos rebanadas que deslizo en la tostadora. Abro la puerta del armario empotrado de madera, cojo el tarro de cristal, ese con una etiqueta que me recuerda a aquellas que enganchaba en mis libretas del colegio. Una letra pequeña, fina y redondeada dice: "mermelada de ruibarbo de Mamina". Mi abuela, esa señora mayor a quien debo tanto, que duerme en el primer piso.
El hervidor entona su cancioncita y el pan salta dorado y crujiente. Mi bandeja llena, abro la puerta que da a la terraza y me instalo en la mesa.
El lugar ligeramente iluminado por la lámpara de techo de la cocina, aún está poblado de sombras. Vierto el té en mi bol. Columnas de humo efímero que liberan un dulce olor a bergamota. Extiendo sobre mis rebanadas de pan la mermelada de ruibarbo. La mantequilla es superflua, esta mermelada es suficiente para cortejar al pan.
Como un suspiro, siento el aire aún fresco de la noche que se escapa. El cielo se aclara, se engalana de rosa. Estoy lista. Espero, impaciente. El círculo naranja tan esperado se revela y saboreo con delicia mi tostada. Es mi despertar de la felicidad, sólo mío. Este momento privilegiado que tanto aprecio cuando visito la tierra de mi infancia. Una explosión de sabor en mi boca, el sabor acidulado del ruibarbo y la textura crujiente del pan tostado.
Las papilas conmocionadas, saboreando cada bocado mientras que mis ojos maravillados, nunca tienen bastante de este espectáculo, asisten al renacimiento de la naturaleza salvaje tan querida. Me dejo llevar por esta burbuja y retengo mi aliento por miedo a que explote demasiado deprisa.
Lleno el hervidor de metal y lo pongo encima de los fogones. Deshago del trapo la hogaza de pan de corteza dorada, corto dos rebanadas que deslizo en la tostadora. Abro la puerta del armario empotrado de madera, cojo el tarro de cristal, ese con una etiqueta que me recuerda a aquellas que enganchaba en mis libretas del colegio. Una letra pequeña, fina y redondeada dice: "mermelada de ruibarbo de Mamina". Mi abuela, esa señora mayor a quien debo tanto, que duerme en el primer piso.
El hervidor entona su cancioncita y el pan salta dorado y crujiente. Mi bandeja llena, abro la puerta que da a la terraza y me instalo en la mesa.
El lugar ligeramente iluminado por la lámpara de techo de la cocina, aún está poblado de sombras. Vierto el té en mi bol. Columnas de humo efímero que liberan un dulce olor a bergamota. Extiendo sobre mis rebanadas de pan la mermelada de ruibarbo. La mantequilla es superflua, esta mermelada es suficiente para cortejar al pan.
Como un suspiro, siento el aire aún fresco de la noche que se escapa. El cielo se aclara, se engalana de rosa. Estoy lista. Espero, impaciente. El círculo naranja tan esperado se revela y saboreo con delicia mi tostada. Es mi despertar de la felicidad, sólo mío. Este momento privilegiado que tanto aprecio cuando visito la tierra de mi infancia. Una explosión de sabor en mi boca, el sabor acidulado del ruibarbo y la textura crujiente del pan tostado.
Las papilas conmocionadas, saboreando cada bocado mientras que mis ojos maravillados, nunca tienen bastante de este espectáculo, asisten al renacimiento de la naturaleza salvaje tan querida. Me dejo llevar por esta burbuja y retengo mi aliento por miedo a que explote demasiado deprisa.