Sigilosamente, bajo la escalera. Enciendo el interruptor de la cocina. El tiempo parece pararse. Ollas de cobre alineadas contra la pared, boles de cerámica, tazas y platos en los estantes, un ... [+]
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EnglishTranslated by Alicia Martorell
Dentro de tres días será Navidad. A pesar de la iluminación en la calle, las coronas de acebo en las puertas y los árboles festivos que se adivinan tras las ventanas, Héctor no siente a su alrededor la alegría y la excitación emoción de años anteriores. La magia de la Navidad ha desaparecido. La gente con la que se cruza ya no sonríe. Van a toda prisa de un punto a otro, murmuran apenas «buenos días» con la cabeza gacha y la mirada ausente. Incluso en casa el ambiente está cargado. Esta mañana estaba feliz de adornar el árbol con su madre, pero en cuanto empezaron a sacar las guirnaldas de las cajas sonó el teléfono. «Sigue sin mí, enseguida vuelvo», había dicho su madre. Cuando colgó, había terminado de decorar el árbol. Su hermano mayor, Yohan, demasiado absorto en el videojuego, no había querido ayudarle a hacer galletitas en forma de lunas y de estrellas. En cuanto a su padre, había faltado de nuevo a su promesa: se había quedado sin el partido de básquetbol que tanto quería jugar.
Héctor se acurrucó bajo el edredón y lanzó un gran suspiro antes de apagar la luz.
Aquella noche, Tallulah, su abuela india, se le apareció en sueños. En primavera los había dejado para reunirse con el gran halcón blanco en el cielo. Con su voz suave, le murmuró: «Héctor, ahora tienes que reinventar la magia de la Navidad. Puedes cambiar las cosas. Busca en tu corazón y encontrarás una solución».
Al despertar, Héctor vuelve a pensar en su sueño. «Reinventar la magia de la Navidad», le ha dicho Tallulah. Reflexiona, anota ideas en un papel y las va tachando. De repente, se le ilumina la cara.
Después de cenar, Héctor cuelga el cartel de «No molestar» en la puerta de su cuarto, cierra las cortinas y se instala en su laboratorio. Le gusta llamar así al rinconcito que ha preparado en su cuarto: una tabla de madera sobre dos caballetes, una lámpara grande con una lupa y el juego de química que le regalaron para su cumpleaños.
Toda la tarde Héctor prueba fórmulas, en busca del elixir mágico. Golosinas y especias que disuelve en pequeños recipientes de cristal y que mezcla con aceites a base de plantas preparados por su abuela Tallulah. Las dos primeras pruebas con Zafiro, el gatazo atigrado, son un desastre. La primera vez, después de oler la preparación, lanza una retahíla de estornudos con el pelaje erizado. La segunda vez, se tumba de espaldas con las patas al aire. Héctor modifica las dosis, sustituye algunos ingredientes por otros. Al tercer intento, mira a Zafiro y lanza un grito de alegría.
Regaliz, pepitas de chocolate, canela, polvos de anís estrellado, tres gotas de ayahuasca, una gota de granito de Nahele y dos gotas de Flor de Luna. ¡Ha encontrado la fórmula mágica!
Con los papeles de colores que sacó de la mesa de su madre, corta, dobla, pega. Treinta sobrecitos rojos, verdes, azules, amarillos o violetas, en los que deposita unas gotas de su fórmula antes de cerrarlos cuidadosamente. En cada uno de ellos pega una etiqueta que crea en la computadora: un dibujo de un duendecillo con una frase escrita en letras mayúsculas.
Al día siguiente, tras el desayuno, Héctor se sube a la bicicleta. En cada calle del pueblo desliza un sobre de color bajo la puerta de la primera casa, primero en la acera de la izquierda y luego en la de la derecha. Una vez terminada la ruta, vuelve a casa. En su habitación, se sienta en la cama y espera. A las 17 horas, baja la escalera, verifica que no hay nadie mirando, abre la puerta de entrada sin hacer ruido y luego, como si llegase de fuera, da un portazo. Espera unos segundos y grita: «Mamá, papá, Yohan, vengan pronto». Lleva en la mano un sobrecito rojo.
Los cuatro están reunidos en el salón, mirando fijamente el sobre. En la etiqueta pone: «Abrir en familia. Después, cerrar de nuevo y deslizar bajo la puerta del vecino de la derecha».
La madre de Héctor abre el sobre. Un olor a chocolate, especias e incienso se escapa y se extiende por el salón. Durante unos segundos, sus padres y su hermano se quedan tiesos como estatuas y, de repente, se animan, con los ojos chispeantes y una sonrisa en los labios. Su padre da un pasito de baile, toma a su madre de la mano y, los dos enlazados, dan vueltas canturreando. Yohan alza a Héctor en el aire y hace con él el avión como cuando era pequeño.
—¿Y si nos vamos a jugar con los patinetes? —dice de repente su madre.
Gorros, bufandas, todos fuera. Parecen cuatro duendecillos tapados hasta las orejas. Su hermano se queda con el patinete rojo y su padre con el azul.
—Vamos, princesa, sube a mi carroza.
—¡Espera! dice su madre mostrando el sobre.
Lo desliza bajo la puerta de los vecinos, llama al timbre tres veces y grita: «¡Feliz Navidad!». Los cuatro bajan la calle corriendo. Los dos patinetes se deslizan por la nieve, derrapan. Héctor escucha a sus padres reír a carcajadas y abraza bien fuerte a su hermano.
Allá por donde van, el pueblo está patas arriba. Héctor se ríe bajito. El elixir ha surtido efecto. La señora Gari y la señora Duro, que se peleaban durante todo el día, están haciendo juntas un muñeco de nieve. El cartero, con una gran capa roja, ha llenado de caramelos las bolsas de su ciclomotor y los lanza a los transeúntes mientras grita «¡Feliz Navidad!». En la calle de las Lilas, los atacan con bolas de nieve. Adultos y niños se divierten como locos. En la calle de los Ciervos, algunos juegan al escondite y otros van en trineo. Otros llenan globos y los sueltan por el cielo. Por todo el pueblo flota un olor a castañas asadas, tortitas y turrón. Cuando llegan cerca de la iglesia, el carrusel está iluminado. Su padre y su madre se abalanzan sobre los caballitos. Héctor ve a su maestro en un enorme camión de bomberos. Lo saluda con la mano.
Su hermano vuelve con dos enormes nubes de algodón. Los dos se instalan en el banco, frente al árbol de navidad reluciente. Mientras saborea su golosina, Héctor sonríe. En todas las miradas con las que se cruza brilla una chispita, la chispita de la felicidad con sabor a infancia. «Gracias Tallulah», murmura bajito.