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EnglishCada adulto conserva en la memoria lugares que marcaron su infancia. Basta con cerrar los ojos para verlos y volver a sentir las emociones que nos evocan. Cuando con nostalgia me retrotraigo hasta lo más profundo de mi infancia, hay un lugar imponente que ocupa todo el espacio: el castillo de mi papá.
Papá emprendió la aventura de vivir en un castillo poco después de que yo cumpliera seis años. Una noche a principios del otoño, se fue de casa precipitadamente llevando una pesada maleta negra en la mano. Al darnos un último beso, a mi hermano, a mi hermana y a mí, sus ojos estaban humedecidos. Después desapareció detrás de la puerta del apartamento familiar que ocupábamos en un edificio austero y gris desde el que veíamos la carretera. Seguramente estaba demasiado apresurado como para darnos una explicación sobre su repentina partida, por lo cual fue mamá la que se encargó de hacerlo: papá había decidido comprar un magnífico castillo situado a unos treinta kilómetros de donde vivíamos. Con la voz temblorosa, nos explicó a continuación que no podríamos instalarnos con él allí. Murmurando con un tono misterioso como el que empleaba con los cuentos que nos leía antes de irnos a dormir, nos dijo que papá había tenido que aceptar pasar una prueba para poder convertirse en dueño del lugar. La prueba consistía en vivir allí, sin compañía, durante tres meses. Aunque fuera muy difícil de soportar para toda la familia, incluía una cláusula que nos devolvió una tímida sonrisa: estábamos autorizados a visitar al dueño del castillo dos domingos por mes.
Aún hoy evoco con ojos y palabras infantiles nuestras escapadas dominicales. Al final de la mañana, a la hora en que la gente solía amontonarse en la iglesia de mi barrio para venerar a un mismo dios, nosotros salíamos en coche para celebrar a un dios que era únicamente nuestro. El castillo de papá me impresionaba porque estaba ubicado en medio de la nada, rodeado de campos que se perdían en la distancia. Una carretera bien rectilínea bordeada de álamos gigantescos que a mamá le parecían «rígidos como la justicia» nos conducía hasta el pie del prestigioso edificio. Yo adivinaba entre los árboles, con la cara pegada al cristal lateral del coche, las dos torres que custodiaban ambos extremos de la fachada. Pensaba: «No es muy lindo el castillo de papá». Sus paredes altas eran grisáceas y a nadie se le había ocurrido plantar flores para adornar el acceso a la construcción. Cuando llamábamos a la puerta de la inmensa entrada, no era papá el que salía a abrir. El señor del castillo tenía a su servicio a varios mayordomos vestidos como agentes de policía. Antes de dejarnos entrar hasta el lugar donde se encontraba, inspeccionaban la canasta de mamá en la que transportaba , que no podía llevar ni pasteles, ni chocolate, cigarrillos, es decir, todo lo que le gustaba a papá. Luego nos acompañaban hasta la sala en la que el dueño del lugar nos recibía durante dos horas. «En la sala hace frío pero en nuestros corazones reina el calor» —pensaba yo en aquella época. Jugábamos interminables partidas de Monopoly que alegraban esos momentos de renovada camaradería. Recuerdo que papá se ponía nervioso cada vez que debía ir a la cárcel.
Siempre estaba sonriente; sin embargo, pronto entendí que no estaba feliz en su nueva residencia. Por lo visto, vivir en un castillo no era tan apasionante como todos pensaban. Papá lamentaba no poder mostrarnos su habitación. Seguramente formaba parte de la prueba. Volvíamos a casa a media tarde para nuestro pesar. A medida que el coche de mamá se alejaba del castillo, yo miraba por última vez hacia atrás para fotografiar mentalmente el lugar y guardar su recuerdo hasta la próxima visita. Sobre la muralla, bien en el centro, se alcanzaba a leer en letras negras una inscripción: «San Jacinto». ¡Qué nombre más ridículo para un castillo sin flores!
Al fin y al cabo, a mi papá no le gustó la vida de castillo. Se quejaba del frío, de la suciedad y de la soledad. Tres meses exactos después de su precipitada partida, regresó a nuestro modesto apartamento para Nochebuena y la felicidad volvió a ser la de antes. Papá no extrañaba ni las torres ni las murallas. No era muy locuaz sobre su estadía en la fortaleza; solo nos contó un día, con la cabeza gacha, que «había sido un error», que «todos pueden cometer errores». Y con esa frase, dejó en el olvido ese paréntesis de su vida y de la nuestra definitivamente.
Treinta años más tarde, todavía suelo cerrar los ojos para entrever aquel extraño castillo que convirtió a mi papá en el héroe de un cuento contemporáneo lo que dura un otoño. Entonces me vienen a la memoria la maleta negra, el aroma de los pasteles y las carcajadas de los domingos. Mis ojos se llenan de lágrimas de melancolía y el castillo acaba desapareciendo en una espesa neblina.