Pequifú avanzaba arrastrando las patas. Había vuelto a discutir con su padre: Llamaviva era un gran dragón color rubí de 625 años y no soportaba que su hijo menor no tuviera oficio ni ... [+]
Sonó el timbre para entrar. Enzo abrazó con fuerza a sus padres y corrió a ocupar su lugar en la fila. Era sin duda el mejor día de su vida: por fin llegaba al secundario y, sobre todo, al Centro Leonardi de arte dramático, la mejor escuela de formación de actores. Era su sueño de toda la vida. Su tutor, un hombre de unos treinta años, alto y delgado, se acercó a la fila e indicó a los alumnos que le siguieran. Pronto los chicos de primer año se detuvieron ante una puerta de gran tamaño, como las de los estudios de cine, con la misma luz roja y el cartel luminoso «On Stage». Cuando ambos se apagaron, entraron. El anfiteatro era absolutamente magnífico: gran profusión de dorados, butacas de terciopelo y, por supuesto, un escenario increíble. Enzo se quedó boquiabierto de admiración y emoción. Cuando los alumnos se sentaron, entró el director. Era un hombre corpulento que llevaba un traje gris impecable.
—¡Bienvenidos! Para los que no me conocen todavía, soy Archibaldo Leonardi, fundador y director de esta escuela. Soy el primero que creyó en la capacidad de los más jóvenes para ser actores formidables, el primero en haber dedicado una escuela secundaria a la actividad teatral. Estoy feliz de verlos un año más, a todos ustedes, seleccionados por su imaginación y su pasión. No obstante, quiero que sepan que solo los mejores harán realidad su sueño. El trabajo no es suficiente: también hace falta talento y voluntad. El teatro no les facilitará la tarea; tendrán que aprender a conocerlo, a dominarlo en cualquier circunstancia. Deberán ser capaces de interpretar todos los papeles, de vivirlos, de ir más allá de sus emociones, de hacer vibrar al público. Dicho esto, jóvenes aventureros del mundo del arte, ¡les deseo un maravilloso año de creación en el Centro Leonardi de arte dramático! ¡Que la magia escénica los inspire!
Todos los alumnos repitieron al unísono el lema de la escuela y aplaudieron. El corazón de Enzo latía a toda velocidad. El anfiteatro se vació poco a poco y los alumnos de primer año siguieron a su profesor hasta la puerta de un estudio. Luego entraron, se instalaron en butacas de teatro frente a un pequeño escenario sumido en la oscuridad. El profesor, en el estrado, tomó por fin la palabra.
—Hola a todos. Soy Héctor Morín y, para conocerlos mejor, les propongo que hagamos algunas improvisaciones. Ustedes eligen el tema. Los voy a llamar de dos en dos, por orden alfabético. Tendrán un minuto para ponerse de acuerdo y decidir un tema, y otro minuto para revelarnos su talento. ¡Que la magia escénica los inspire!
Sacó la lista y llamó a los dos primeros: Enzo Andel y Lucía Argo. Los dos alumnos se levantaron y avanzaron hacia el escenario.
—¡Ah, me olvidaba! Quiero ver su talento, pero la imaginación es fundamental, así que no vale elegir situaciones cotidianas y triviales. ¡Queremos soñar!
Enzo estaba un poco intimidado. Le encantaba inventar historias, ser su protagonista, vivir aventuras fabulosas…, pero hacerlo delante de un público era diferente. Lucía se acercó y empezaron a elegir un tema en voz baja. Tras un minuto de concertación, se pusieron de acuerdo. Subieron al escenario, Lucía acercó una silla y empezaron. Enzo se dirigió a lo que se suponía era un trono, arrastrando los pies como si fuera un enano barbudo y gordo, mientras que Lucía se hacía más alta para adquirir la prestancia de la reina de los elfos. Cuando Enzo se disponía a hablar, todos los músculos de su cuerpo se tensaron, empezó a encogerse y engordar. Su panza se hinchó, de golpe le creció el pelo y apareció una barba tupida, su ropa se hizo más pesada y, de repente, se vio convertido en un enano de verdad. Con los ojos abiertos de par en par, miró a su compañera. Ella también se había transformado. Ahora tenía el pelo rubio y lacio, sus orejas se habían alargado asombrosamente, llevaba una magnífica diadema de plata y la silla en la que se había sentado era ahora un trono majestuoso tallado en la corteza de un árbol. El decorado también había cambiado. Ya no estaban en una salita de teatro, sino en un árbol, un árbol inmenso en el que numerosos elfos realizaban tareas diversas. La voz del profesor resonó, lejana como un eco.
—¡Acción!
Enzo, sin pensárselo más, se puso a actuar. Se presentó como Elgrom, embajador de los enanos, que traía un presente para Lindorië, reina de los altos elfos. Lucía, un poco aturdida, entró también en el juego. Le dio las gracias y lo invitó a cenar con ella. Una vez sentados en torno a una mesa que había aparecido como por arte de magia, Enzo tomó una cajita que llevaba colgada del cinturón y se la entregó a Lucía. Ella la abrió y descubrió un collar de diamantes deslumbrantes fabricado, según Elgrom, por los mejores orfebres del reino de los enanos. Lucía se lo quiso probar, pero se desvaneció cuando el metal frío rozó su piel. El collar estaba envenenado, era una trampa.
Enzo tuvo un ataque de pánico: le rodeaban miles de arqueros que le apuntaban con sus flechas. Balbuceó que no entendía, que… Había dos elfos inclinados sobre Lucía. Cuando Enzo intentó acercarse para comprobar que Lucía estaba bien, recibió una flecha en el corazón. Un dolor agudo le arrancó un fuerte grito y se derrumbó.
Cuando abrió los ojos, era de nuevo un niño de once años en una sala de teatro y todos los alumnos le aplaudían. Aquel año se anunciaba muy diferente, y mucho más peligroso, de lo que había imaginado.