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Translated by Berta Arquer Vera

El viento sopla a ráfagas, y el coche da tumbos, acercándose peligrosamente hacia el precipicio. Un poco más abajo, las olas rompen sobre las rocas haciendo un ruido estremecedor. Es magnífico pero terrorífico. Intento calmar a mi mujer que conduce, demasiado deprisa a mi gusto.
—¡Más despacio, cariño! ¡Al final nos pasará algo!
Por respuesta, tuve derecho a un levantamiento de hombros, y a un comentario tirando a amargo:
—¡Te queda bien hablar de prudencia! Si tú, hubieras sido más prudente, este drama nunca hubiera pasado. Te das cuenta, al menos, ¿qué has disparado a mi abuela?
Evidentemente, entiendo que mi mujer estuviera trastornada, pero no era motivo para conducir tan rápido. Sobre todo, porque me mira más a mí, que, a la carretera, con una mirada horrible, mezcla de cólera y tristeza. Intento justificarme una vez más:
—¡Ya sabes que no lo he hecho adrede! Fue un accidente...
—Sin embargo, ¡no fallaste! ¡Una sola bala ha sido suficiente y en pleno corazón!
Las mujeres no lo entenderán nunca. Para empezar, no era una bala, era un cartucho. Estaba limpiando el fusil de caza, y de repente se disparó solo. ¡Evidentemente no había apuntado adrede a la abuela!
Una nueva curva, los neumáticos chirrían. Me agarro como puedo. Con la voz ahogada por los llantos, mi esposa gimió:
—Abuela...Cuando pienso en ella, en el suelo, enfrente de la chimenea, como un patético montoncito. De todas maneras, nunca te ha caído bien, ¡confiésalo!
Es verdad que me caía bastante antipática. Era una amargada y siempre metía las narices donde no le preguntaban. Lo peor, era cuando mi mujer la impuso en casa; Siempre tuve la impresión que me vigilaba, que espiaba mis palabras, que juzgaba mis acciones. Era un calvario, intolerable. Creo, incluso, que tenía mérito por mi parte haberla soportado todos estos largos años. Pero de ahí a hacerla desparecer...
¡Y mi mujer que seguía lamentándose!
—Nunca quisiste que se quedara en nuestra casa. Hubieras querido que la pusiéramos en un "lugar inapropiado", como decías hipócritamente, porque tenías miedo de tus palabras...Es verdad que no encontraba nada sano soportar su presencia. Ni para mí ni para mi mujer.
—¡Tampoco molestaba!
Esa no es mi opinión. Y aún sin ser mi culpa, estoy contento de esta desgracia. Y me da igual que me traten de monstruo. De todas maneras, ahora, había una emergencia: deshacernos de lo que queda de la abuela antes que empiecen los problemas.
—Modera tu ritmo, por favor. ¿No querrás que tu abuela tenga un segundo accidente?
Ahí, pensé en dar un toque de humor para relajar el ambiente. ¡Fallé! Las lágrimas de mi mujer se multiplicaron.
—Abuela...¡Y además está en el maletero! ¡No has tenido ni la decencia de ponerla en uno de los asientos!
De la rabia, aceleró y rozó la valla de seguridad que nos separaba del abismo. Las curvas se seguían, la noche se hizo tinta, y por colmo de mala suerte, grandes gotas de lluvia se empotraban en el parabrisas. ¡Estábamos a una sola adversidad! En fin, el desvío que llevaba a la pequeña calita aislada no debería tardar en aparecer.
indagué la oscuridad...y de repente...Dos motoristas a nuestro lado.
—¡Mierda, la poli! ¡Con tu manera de conducir, nos lo teníamos que suponer!
Ya está, nos hacen señas para que nos paremos. Mi mujer se secó las lágrimas con un lado de la mano y abrió la ventanilla para presentar los papeles, reclamados por los dos polis. Del rabillo del ojo, vigilo con atención uno de ellos que rodea el coche con la intención de hacernos pagar el hecho de tener que patrullar con ese tiempo de perros. Al menos, que sirva de algo, debe decirse. ¡Sólo faltaba que descubra la abuela en el maletero! Imploro al cielo para que mi mujer, que tiembla, balbucea y palidece con suma evidencia, controle sus nervios. Pero tengo mis dudas.
Uno de los dos agentes parece más conciliador. Está listo para dejarnos marchar y va a subirse a su moto, pero el otro insiste, Seguro que estaba de mal humor, su mirada rastrea por todas partes. Parece decepcionado. Entonces, me ordena abrir el maletero. Y es en ese momento que mi mujer revienta.
Escuchándola, los pelos se me ponen de punta:
—¡Dejar el maletero en paz, grita, mi abuela está descansando ahí! ¡Mi marido le disparó sin querer! Íbamos a tirarla al mar. ¿Lo entienden? No podemos dejarla así.
Ese tipo de confesión espontáneo es suficiente para dejar estupefacto a un agente cualquiera. Primero desconcertado, se pone a gritar, provocando que su colega se precipite sobre mi puerta, me arranque brutalmente de mi asiento y me empotre sobre el capó del coche. Me encuentro con las manos enmanilladas en la espalda, soportando un registro como dios manda. Mi mujer en la misma posición, del otro lado del capó. Parecemos tontos.... Ahora que ya nos han neutralizado, los polis se ponen más chulos.
—Entonces, ¿nos paseamos con un cadáver en el maletero? ¡Ya me decía yo que no eran trigo limpio!
Estoy aterrado. ¿Cómo van a reaccionar cuando vean lo que queda de la abuela después de haber recibido una descarga de perdigones casi a quemarropa? Me arrastran sin miramientos hacia la parte trasera del vehículo, cogiéndome por el cuello de mi jersey, sin tener en cuenta mis quejas.
—Un cadáver, un cadáver... ¡No hay que exagerar!
Me vienen ganas de reír solo de pensar como he borrado con tanta facilidad a la abuela, sin ni siquiera apuntar, pero no es el momento. El agente levanta la tapa del maletero y entonces su aire triunfante se transforma en una horrible expresión.
—¿Qué es esto?
Y sacó la bolsa de nuestro aspirador.
Al fin pude explicarme:
¡Pues, eso es la abuela! Involuntariamente, disparé con mi fusil de caza su urna funeraria. ¡Hacía tres años que estaba encima de nuestra chimenea! Entonces, mi mujer aspiró sus cenizas esparcidas por el suelo, e íbamos a tirarlas al mar... ¿No está prohibido, supongo?

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