Una raya de tiza

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Julia y Mariana habían decidido encabezar la rebelión. Organizaron un conciliábulo en la habitación de su hermano pequeño, Gabriel, que, como tenía tan solo dos años, no podría revelar lo que estaban tramando contra el jefe autoproclamado de la escuela.

Todo empezó cuando Enrique, un chico de quinto grado de la clase de Julia, trazó una raya de tiza en el patio de la escuela que ningún alumno podía cruzar. Enrique era alto, fuerte, violento y el líder de una banda de chicos. Granjefe —como lo llamaban a sus espaldas todos los alumnos de la escuela— se pavoneaba como un cacique por el área de juegos, siempre rodeado de su guardia personal. Unos pocos privilegiados de su clan eran los únicos autorizados a pasar del otro lado de la raya que Enrique había trazado y que todos los días volvía a trazar. ¡Pobre de aquel que se atreviera a dar un paso de más! Del otro lado se extendía el territorio en el que Enrique y su banda dictaban la ley.

Los pocos desobedientes o distraídos que cruzaban la frontera eran capturados sin piedad y tratados como prisioneros; debían ejecutar las órdenes de Granjefe, obedecerle, agredir a los más pequeños y gritarles malas palabras a las chicas o a los maestros. Además, solo los miembros de la pandilla de Granjefe tenían derecho a divertirse en los toboganes o en el muro de escalada, o a jugar en la canchita de minifútbol. Así pues, una simple raya de tiza había delimitado un espacio prohibido al que todos anhelaban entrar.

Julia y sus amigos, cansados de la prohibición y de toda clase de ofensas, tomaron la decisión de organizar un contraataque. Julia empezó pidiéndole a su hermana Mariana, que estaba en tercer grado, que reclutara la mayor cantidad de aliados posibles. Como eran los niños de los primeros grados quienes sufrían la mayoría de los ataques del clan de Granjefe, a Mariana le costó un poco conseguir que otros alumnos se sumaran a la rebelión. Resultaba más fácil convocar a las reuniones dándoles la apariencia de un club secreto y, como a las dos hermanas les gustaban las historias de superhéroes, presentaron su grupo como si fuera una liga de justicieros del patio de la escuela. Sin perder tiempo, Mariana dibujó un logotipo que hacía las veces de signo distintivo y marcaba su pertenencia al grupo.

Poco a poco, el patio de la escuela se cubrió de unos signos extraños dibujados con tiza que tenían la forma de una línea atravesada por un rayo. La banda de Granjefe estaba demasiado ocupada lidiando con los más pequeños quienes, siguiendo las órdenes de Julia, provocaban a los cómplices de Enrique haciendo incursiones furtivas del otro lado de la raya, por lo que no se dieron cuenta de que se estaba tramando una revuelta que en muy poco tiempo echaría por tierra su pequeño reino con su frontera de tiza.

Una mañana, durante el primer recreo, Granjefe estaba terminando de trazar la raya que dividía el espacio en dos zonas desiguales. De repente, vio que se paraban frente a él, justo al borde de la raya, uno, dos, tres, cuatro y así un número cada vez mayor de pares de pies, de lado a lado del patio. El acto de rebeldía lo tomó por sorpresa: gritándoles, amenazó a los niños con tomar las peores represalias si alguno de ellos se atrevía a cruzar al otro lado. Sin embargo, su voz no sonó tan firme como de costumbre, y no sabía a cuál de los niños intimidar con su mirada. Ninguno de ellos hablaba; ninguno parecía querer echarse atrás.

Cuando todos los rebeldes levantaron la mano tatuada con marcador con una línea atravesada por un rayo amarillo, como si estuvieran protegidos por un escudo invisible, y la dirigieron hacia Granjefe, este perdió seguridad y retrocedió para refugiarse en medio de su pandilla, que se había quedado pasmada ante esa oposición silenciosa y preocupante. En ningún momento se les había ocurrido que los otros niños podrían unirse para hacerles frente.

De repente, Julia y Mariana dieron la orden de dar un paso. La treintena de niños cruzó la raya y avanzó cerrando filas hasta encontrarse del otro lado, sin decir ni una sola palabra. Juntos eran más fuertes, la unidad imperaba. Esa mañana, todos los niños pudieron recuperar el territorio perdido; por fin, la frontera de tiza había desaparecido. Habían logrado conquistar el otro lado.

No hubo resistencia, a excepción de algunos insultos proferidos por Granjefe y su banda mientras emprendían la retirada prometiendo venganza por la invasión del territorio ante el ejército decidido de justicieros de la línea y el rayo.

Sin embargo, la venganza nunca llegó. Los pequeños justicieros se convirtieron en guardianes vigilantes que, en cada recreo, se aseguraban de que ninguna raya dividiera el espacio de juego de todos los alumnos. La nueva frontera, el otro lado, ahora se encontraba fuera de las paredes de su escuela. Al año siguiente, los justicieros de mayor edad tendrían que proteger seguramente un nuevo territorio en el patio de la escuela media del barrio.

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